La transformación económica y social realizada por la generación del 80 no se debió exclusivamente a la inventiva de un reducido núcleo de hombres. La práctica que ellos consumaron se enraizaba en las teorías vigentes hacia 1837, de cuyos expositores se consideraban discípulos.
En esa línea de pensamiento, fue sancionada la Ley de Inmigración de 1876, durante la presidencia de Avellaneda. Allí se hacía explícita la intención de promover el ingreso de inmigrantes provenientes de las naciones europeas más desarrolladas, con cuyo aporte se fundaría un país agroexportador por excelencia que sirviese de basamento al progreso nacional. Así, entre 1856 y 1936, la Argentina recibió más de cuatro millones de extranjeros, que no colmaron las aspiraciones de un cambio cualitativo de la población. Los recién llegados no pertenecían a las regiones más industrializadas de Europa, sino que la mayoría provenían de las zonas más empobrecidas; y no accedieron en nuestro país a la propiedad inmueble irrevocable y de fácil adquisición. Esta obra precisamente destaca las dificultades por las que atravesaron los inmigrantes, desde la marginalidad -sobre todo en materia habitacional- hasta la persecusión ideológico-política e incluso racial.